miércoles, 15 de septiembre de 2010

CARTA A UNA MILONGUERA CON LA QUE SENTÍ VÉRTIGO

Querida amiga:
Esta carta es el relato de un raro momento que viví contigo en una milonga.
Sonó el primer tango de la tanda y reconocí enseguida el sonido de Alfredo de Ángelis. Te invité a bailar. La orquesta interpretaba la música con esa brillantez sonora, casi barroca, que la caracteriza; yo iba proponiendo los movimientos que la música me sugería y tú me ibas dando la respuesta que yo deseaba; hemos bailado muchas veces juntos y suele ser así: es como si te propusiera lo que tú esperas. A las caminadas le sucedían los giros, más complejos según avanzaba el tango, sobre todo al final, cuando las variaciones se intensifican.
Avanzaba la tanda y me sentía cada vez más entregado a la música, dejándome llevar por ella con más soltura y más inspiración; tú, estrechamente abrazada a mí, me seguías sin vacilaciones ni tropiezos. En las variaciones finales del tercer tango sentí que éramos una sola pieza, como un bloque compacto, que se desplazaba girando por la pista… Y me dio vértigo; tuve la impresión de que, si seguíamos bailando así, sólo había dos finales posibles: volar o caernos.
El sentido común me hizo afrontar el cuarto tango con más control y lo bailamos de forma pausada y serena. No nos caímos, pero al acabar la tanda pensé que quizá, por mi prudencia, habíamos perdido la ocasión de volar.